Me acerqué el pasado miércoles a La Riviera a ver qué pasaba y de nuevo pasó. Antes de entrar, me habían timado justo enfrente con una empanada de espinacas a precio de cordero de Aranda. Un rato antes, había tenido que hacer frente a la evidente pregunta de mis compañeros de trabajo. ¿Que a quién dices que vas a ver? Que a James. Pero a James, ¿qué? Y así. Aquello prometía.
Entré en ese lugar que sería fantástico para escuchar música si es que algún día se escuchara bien, y me sentí como en casa. Lleno sin apreturas y mucha calva entre el público. Aunque para calvo, para glorioso calvo, Tim Booth, el líder de la banda que nació en Manchester el año del Naranjito. Excelso dominador del escenario e intérprete de espasmódicos bailes, a la segunda canción ya jugaba con los de la primera fila y mediado el concierto no dudó en lanzarse a sus brazos.
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Viendo a Booth ahí, tan cerca, no pude por menos que comparar. Reconozco que lo hice toda la noche, y sé que no es muy bueno, pero peor es timar con empanadas de espinacas. A ratos me sonaba a Bono y en otros, se me aparecía el grandísimo Mike Scott. Pero todo el tiempo, viéndolo ahí tan cerca, tan entregado a la causa, me imaginaba a ciertos músicos nacionales que tanto gustan. Tan profesionales, tan modernos (¡Moderno!), tan seguros del aplauso fácil, tan guays, tan instagramers… y tan poco reales. Sí, sí, estoy pensando en varios, pero en uno muy concretamente. Algunos ya lo habrán adivinado.
Yo lo hago habitualmente, pero es fantástico acudir a conciertos de artistas de los que solo sabes dos o tres canciones. Lo segundo mejor de esto es la inmensa capacidad de descubrimiento que posees. Eres un afortunado. No sabes casi nada y mucho te sorprende. Lo más mejor, sin embargo, es observar las caras de los que se las saben todas. Disfrutones hubo por centenas el otro miércoles en La Riviera. Y eso es fantástico. La música, y poco más, lo hace posible.
Me gustaron mucho los James. Pero mucho. Siete tipos entrados en años y una tipa algo más joven haciendo buenísima música para todos los públicos y para todos los tiempos. Me encantó, también, y aquí viene otra comparación odiosa para otros muchos, que respetaran sus clásicos. Ellos habrán tocado Sometimes millones de veces, pero yo solo la voy a escuchar en directo una vez. Y resultó que fue la otra noche, pasadas las diez y media, y fue un lujazo. Pocas canciones en el mundo me dan mejor rollo que esta. El miércoles, además, confirmé que también me emociona. Un montón.
Lo mismo sucedió con una fantástica y extendida versión del monumental Getting Away With It (All Messed Up), que Booth acabó cantando muy lejos del escenario. Protestó algún acérrimo que no hubieran atacado Laid, pero creo que al momento les perdonó. Y si él lo hizo, camiseta en ristre del grupo mancuniano, quién era yo para tenérselo en cuenta.
Como ocurría muchas veces desde que el dios Simeone llegara al vecino y casi extinto Vicente Calderón, se declaró el estado de felicidad en La Riviera. Por más que Tim Booth tuviera que dar por concluida una canción solo 30 segundos después de comenzarla porque no oía la guitarra, por más que en otro momento mandara callar a los habituales charlatanes de todos los conciertos.
Todo acabó con parte del público sobre el escenario, cantando y bailando el ochentero Come home con el que finalizó aquello. Haciéndose de cruces por poder estar un ratito junto a sus ídolos musicales en el lugar donde se hace la magia. Siguiendo las instrucciones de Booth y sus fantásticos secuaces, nos fuimos a casa. Y tan contentos. Ni me volví a acordar de lo de las espinacas.
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