Si así ha sido tan bonito ¿Cómo será sin lluvia? Cuatro días en el Palencia Sonora

Entre un bache y otro de la impresentable autovía de Castilla pensaba yo por qué Palencia tenía que autojustificarse continuamente cada vez que su antiquísima denominación se pronunciaba. O se exageraba la oclusiva P inicial hasta el desgarro labial o se utilizaba el nunca bien ponderado latiguillo “Palencia con P” para diferenciarse de aquella otra que jamás se conoce como “Valencia con V”. En su 15º aniversario me estrené en el Palencia Sonora y la experiencia no pudo ser más agradable, pese a las adversas condiciones impuestas por el eterno invierno imperante.

Se trata, lo diré rápido y sin exageración ninguna, de un ejemplo de festival; pleno de sonrisas, de disposición, de extraordinario ambiente, de perfecta conexión con la ciudad, de idílicos lugares, ora vergel verde en el Sotillo, ora centenarias piedras en sus plazas, para disfrutar de la música, de sonido impoluto, de horarios soviéticos y británica puntualidad, de buena y permanente comunicación con los asistentes.

Supone, en fin, la más insana de las envidias para los llegados de otras ciudades cuyo nombre nunca hay que aclarar; tampoco su incapacidad para explotar la música en particular y la cultura en general como es debido. Y, todo ello, insisto, con pertinaz cielo gris amenazante y con chuzos de punta en las peores de las ocasiones.

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Un festival que comienza con Morgan y concluye, tres días después, con Club del Río sólo puede ser una fiesta y un monumento al desmedido talento musical. Dos de mis tres grupos emergentes de cabecera, (el tercero, Rufus T. Firefly, sobrevivió al tormentón del sábado) formaban parte de un completísimo cartel que cumplió, con creces, todas mis expectativas.

Éramos todavía pocos los que soportamos las primeras gotas de lluvia del festival cuando la mejor voz femenina del momento en el país, Carolina de Juan, se sentó al piano para comandar a unos Morgan cada vez más engrasados y consolidados en la lista de las bandas más destacadas del país.

Como es costumbre, las preescolares rimas de unos Lori Meyers aburridos de aguantarse, me dejaron como quien oye y, sobre todo, ve llover, aunque fuera debajo de un milagroso castaño convertido para la ocasión en el más frondoso de los paraguas posibles. Los Lori Meyers gustan; también la M.O.D.A. A mí, menos, pero debe de ser problema mío.

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Me gustó casi toda la música que escuché de Siloé, salvo ese par de canciones que se apuntan al triunfante y cansino estilo de los prescindibles Izal, y del desparrame de Los Volcanes aún se habla en la palenciana plaza de Pío XII.

Disfruté, sí así se puede explicar la sensación que causan, de la inclasificable música de los murcianos Perro (“Hola, somos de Murcia, Murcia es África”, se presentan); no acabé de aclararme con Nudozurdo y me encantó, como siempre últimamente, el imperial Ángel Stanich.

Las cinco chicas de The Grooves hacen muy buena música y a la hora que Joe Crepúsculo comenzó a pulsar las teclas de su organillo del Bazar Canarias, a mí me entró el hambre.

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Pocas veces en mi vida he visto yo llover tanto como el sábado por la tarde en Palencia. Y jamás he soportado tanta precipitación encima como cuando decidimos convertirnos en valientes y afortunados espectadores de los Rufus T. Firefly. Tuvo algo de chamánico aquello.

Los chicos de Aranjuez recetando toneladas de psicodelia al son de un trueno sideral y de infinitos litros por metro cuadrado. Un rato claramente inolvidable, sí señor. De esos que no se pagan con dinero. Son tan normales y agradecidos los autores de esa preciosidad llamada “Magnolia“, les gusta tanto la música, que, después de su inolvidable concierto, bajaron al barro para seguir a Xoel López. También por allí se pudo ver a algunos de los cluberos del río.

Imágenes emocionantes, por inusuales en tiempos de posturas forzadas y de obligados perfiles, las de unos músicos escuchando a otros, abiertos y tímidos ante el sincero halago, siempre con ganas de disfrutar de lo que tanto les gusta y tantísimo nos emociona.

Escuchando a Xoel, qué queréis que os diga, lloré. Es lo que tiene sentir. Lo que tiene no parar de hacerlo. Me sucedió también el domingo al escuchar y cantar Remedios” de Club del Río. Por cierto, el gigante coruñés está en plena forma. La bandaza que le acompaña sigue de cerca a una voz que jamás ha sonado tan bien como ahora. En este caso, sí seguí a la entregada muchedumbre y en nada me arrepiento, sino más bien todo lo contrario.

Nunca había visto en directo a Dorian y se estrenaron conmigo con magnífico éxito. Sus clásicos suenan fantásticos también en vivo y algunas de sus nuevas canciones se convertirán en imprescindibles en solo un par de giras.

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El domingo amaneció, oh sorpresa, lloviendo como si no hubiera mañana. Desafortunadamente nos perdimos a Carmen Boza porque por un incomprensible momento dejamos de creer en los irreductibles palentinos y en su incontestable amor por la música.

Y después, se produjo el milagro y hasta salió el sol para celebrar que Club del Río estaban allí para ser lo que son: un extraordinario grupo vocal envuelto en la mejor de las instrumentaciones posibles. Y volvimos a pensar en cantantes de pacotilla, en ramplones intérpretes con vidas aseguradas y en inventos televisivos impedidos de talento alguno. Pero en el escenario, seis tipos madrileños a los que casi nadie conoce se empeñaron en seguir haciéndonos felices. Y lo fuimos, vaya que si lo fuimos.

Y al séptimo, desperté. Vetusta Morla en concierto

Me prometí un buen día que nunca más volvería a escribir sobre un concierto hasta que no viera uno muy bueno de Vetusta Morla. En realidad, nunca fui consciente de haberlo hecho así, pero como licencia poética no queda mal. Ellos son, sin duda, uno de mis grupos favoritos. Sus cuatro discos, incluido el bellísimo último, me parecen casi perfectos; indispensables para saber qué está pasando exactamente en la potentísima música independiente española de la última década. Pero nunca, y han sido siete u ocho conciertos hasta la fecha, los vi plenos. Y eso, exactamente eso, sólo eso, tanto y tan calvo, sucedió el pasado sábado, en el mejor escenario posible, el monumental Coliseu dos Recreios de Lisboa.

No fue cuestión baladí el lugar elegido. En realidad lo hice por cuestiones futboleras; huir de la esperada borrachera madridista era el objetivo y, curiosamente en la patria del hipervitaminado cerresiete, lo cumplí con creces. Allí, en un escenario imposible de mejorar, los seis componentes de Vetusta Morla hicieron lo que mejor saben hacer, tocar, pero ninguno de los 2.000 que allí estuvimos (mayoría absoluta de españoles expatriados y viajeros) tuvo ningún otro estímulo al que prestar atención.

Había leído que sus nuevos conciertos eran, y seguirán siendo ahora que retoman la gira española, espectáculos grandiosos llenos de imágenes, pantallas, selfies y ruido por doquier. El pasado sábado, la austeridad lisboeta dejó reducido al grupo de Tres Cantos en un grupazo fantástico. Mi privilegiada posición a escasos diez metros del escenario hizo el resto. La impagable sensación de ver lo que tocaban, de escuchar justo el acorde que acababa de atacar Juanma Latorre en su guitarra, hizo del concierto lisboeta un desparrame de diversión y plenitud musical.

Hace tres años, en el Sonorama arandino, me quedé con la sensación de que los vetustos se estaban empezando a aburrir de tocar todas las noches lo mismo. Me pareció completamente lógico porque a mí me sucedería algo parecido. Con la perspectiva del tiempo, creo que estaba en lo cierto. Ahora, con fantástico y novísimo material, la realidad es bien distinta. Y es que los 38 minutos de Mismo sitio, distinto lugar sonaron pletóricos en Lisboa.

Escuché mi predilecta, esa maravilla titulada Punto sin retorno, con ganas de hincarme de hinojos, genuflexo ante la búsqueda del mágico fuel necesario para regresar. Y eso que no sabía muy bien a dónde porque de allí no me quería ir.

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Vi al sin par Pucho, cantante dado al histrionismo cargante y exagerado, en plenísima forma. Nunca, y repito que mi experiencia frente a ellos es ya larga, lo vi cantando tan bien. Y, con sonrisa amplia, me alegré sin mesura. Su capacidad para interpretar sin parar de mover su ligero cuerpo en ningún momento es sólo proporcional al dominio que posee de la respiración. En este sentido, la brutal versión de Al respirar, propia de alguien que parece practicar, conocer y disfrutar del milenario arte del yoga, fue de todo punto emocionante.

Fueron más de dos horas de completísimo concierto. Sonaron los clásicos, esos Copenhague, Valiente, Sálvese quien pueda, La deriva o Golpe maestro que un día cimentaron la estupenda leyenda de seis chavales de Tres Cantos que recogen ahora la cosecha de años de durísimo trabajo e innegable talento. Se permiten, incluso, prescindir ya de himnos que les hicieron tan grandes en el pasado y el hecho de que no los echáramos demasiado de menos constituye, ya de por sí, un logro gigantesco. Y me los imaginé, allí en los orígenes de esta gira triunfal, buscando una forma mejor de concluir sus exhibiciones que con Los días raros, pero ni la encontraron ni la encontrarán jamás porque esos seis minutos y medio son una inconmesurable pieza de emoción desbordada.

Eso fue, emoción desbordada, lo que creí ver en varios de los componentes de Vetusta Morla cuando abandonaban el teatro lisboeta al son de la larga ovación de la más que satisfecha muchedumbre. Y eso, sin duda, es lo más grande de la música en directo. El milagro se había vuelto a producir y había que, tras pellizcarse y rascarse los ojos, disfrutar de lo vivido. Y contarlo.

Sonorama '15. Yo solo quería que me llevaras a bailar… Y me llevaste

Es la segunda vez que voy a Aranda a pasar la mitad de agosto y aún no me lo explico. Ni por qué no iba antes ni por qué pasa lo que solo pasa allí. Si lo que pasa en Sonorama se queda en Sonorama, seré yo quien también lo rompa. Porque quiero contar lo, poco, que vi. Porque es imposible escuchar tanta música en tan poco tiempo. Porque es directamente flipante que Aranda se llene muy por encima de sus posibilidades y que no suceda nada, más allá de risas, ambiente fantástico y varias y curiosísimas emociones. Hay peros, que nadie es perfecto, pero que yo sepa no fueron más allá de fallos en los autobuses o en la higiene de algunos servicios comunitarios. Poco, en mi opinión, cuando lo que se organizan son tres días y medio de constante actividad musical, culinaria y festiva que deja, literal, con los sentidos abiertos de par en par.
Especialmente, el del oído. Artistas y miles de asistentes aparte, los grandes triunfadores del Sonorama son, en mi modesta opinión, los encargados del sonido. Es, sin más, perfecto. A todas horas del día y de la noche. En todos los escenarios posibles. Con apenas veinte minutos para cambiar entre grupo y grupo. Una auténtica pasada de la que todos los festivales que se llevan a cabo en este país deberían de aprender. Porque se puede hacer. Como bien quedó demostrado en este 18 cumpleaños del ya mítico de Aranda de Duero.
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Y ahora, al lío. Por una vez me pondré el disfraz de periodista objetivo para escribir solo a cerca de lo que vi. Aunque, como se verá, me lo quitaré gustosamente para ponerme la capa del subjetivo, de ese que se guía solo por lo que siente y disfruta, o no. Empecemos por el principio. Y ese no pudo ser mejor. A las siete de la tarde del viernes, (más de un británico se perdería con la puntualidad estricta que exhibe todo el Sonorama), asistí al despendole que es un concierto de Smile, con ese inglés de Getxo llamado Jonh Franks al frente, que acaba cantando entre el público para regocijo de todos.
Sin solución de continuidad, que nunca he sabido qué quiere decir, pero que lo decía el clásico, que por cierto, tampoco sé quién era; en fin, que después, y todo seguido: Julián Maeso, Jacobo Serra, Grupo de Expertos Sol y Nieve, Arizona Baby y el mejor artista que ha dado Toledo desde que El Greco se exilió de Creta. Si no fuera porque en ellos quiero botar y saltar, vería todos los conciertos de Jero Romero de rodillas. De allí, a todo correr, a estrenarme con Caléxico, banda sureña con gusto por la cumbia y la mejor música latinoamericana, que parecieron estar un poco fuera del festival, aunque a mí personalmente, me gustaron. Y bastante.
Pasaron muchísimas más cosas ese viernes, pero me fui a dormir. Disculpas por mi ausencia.
Un día contaré a mis sobrinos que yo estuve en la plaza del Trigo de Aranda de Duero a las tres de la tarde del sábado 15 de agosto de 2015. Allí, y gracias a Ángel Carmona y a su fantástico proyecto solidario Leaozinho –http://leaozinho.net/– se produjo el milagro. Ese homenaje a la música que ha hecho del Sonorama lo que ya todos sabemos que es, cantado por la gente que ha crecido a sus faldas. La lista de canciones e intérpretes, irrepetible, fue la siguiente: “Tournedó”, de Iván Ferreiro cantada por Xoel López, “Ser brigada”, de León Benavente, por Pucho de Vetusta Morla. “Que no”, de Deluxe, por Zahara, “Mi realidad”, de Lori Meyers, por Ángel Stanich, “On my mind“, de The Sunday Drivers por John Franks, de Smile y, para completar el mágico círculo, “Club de Fans de John Boy”, de Love of Lesbian por Marc Ros, de Sidonie. Nada más y nada menos. Fue el acabose, amigos.
Antes del brutal desparrame, me gustaron, mucho, los bilbaínos Señores, y muchísimo, los madrileños Rufus T. Firefly, con esas dos potentísimas chicas a cargo de la base rítimica de un grupo que, sin duda, ocupara el ya famoso escenario principal el año que viene. A todo esto, aún tuve tiempo de pasarlo teta con Fetén Fetén en la vecina plaza de la Sal. Solo un dato: acabaron el concierto entre el publico tocando Diego Galaz una huesera pastoril y Jorge Arribas una ¡silla de camping! Como lo estáis leyendo. “Por el puente de Aranda” salió de los agujeros hechos sobre aquel ligero aposento de hierro. Para verlo.
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Y ya por la tarde y la noche, la cita con el más grande. Sin duda. Sin ninguna duda. Como que yo estaba allí. Como que él estaba solo. Con guitarra y piano. Y lloré, claro que lloré. Cómo no. Yo solo quería que me llevaras a bailar, cantó Xoel López. Y él me llevó. A mí y a los que apenas le dejábamos seguir cantando entre himno e himno. Fue emocionante. Y más al acordarme de mis ausentes amigos lánguidos. El artista del renacimiento, el gallego universal, el genio normal que se emociona con los dibujos de mi ahijada Sara y de su hermanita Teresa. Ese mismo, lo volvió a hacer. Y yo estuve allí. Y, siempre que me dejen, no dejaré de contarlo. “20 años de carrera soñando con un concierto así”, dijo después de la exhibición el tal López. Bien pensado, yo, un par de décadas más.
Si álgido significa lo que se supone que quiere decir, aquella hora de inolvidable concierto fue el punto de todo el Festival. Después, obvio, hubo cosas. Muchas: me reí con Bigott a la par que disfrutaba con su buenísima música, escuché con mucho más que aprecio a Neuman, pillé el final del concierto de Eladio y los seres queridos y me imaginé que había sido tan buenísimo como los dos que ya les he visto este año, juré darme otra oportunidad con el original proyecto electrónico de Majestad, aluciné con los dos baterías portugueses de Paus y, según me iba a descansar, los chicos de Sidonie me sacaron mucho más que un par de amplias sonrisas.
¿Y Vetusta Morla? escucho preguntar allí a lo lejos. Pues que, con un sonido casi perfecto, estuvieron solo bien. Que tengo la sensación de que alguno de sus componentes empieza a estar aburrido de tocar cada noche lo mismo. Que a lo mejor a mí me pasaría lo mismo. Que me da rabia que para emocionarme con ellos tenga que escuchar cualquiera de sus tres discos: inmejorable el primero, grandísimo el segundo y gigante el tercero. Que quizá sea un problema mío, aunque por la reacción de mucha parte del público que les vimos el sábado, creo que la sensación se extiende peligrosamente. Y que, sin embargo y por supuesto, lo seguiré intentando.

Un bote de Don Limpio. La Bien Querida en concierto.

Sobre qué hacía yo en Hospitalet de Llobregat la noche del pasado sábado se podría escribir todo un libro, mas a casi nadie le importaría lo más mínimo. A ochocientos kilómetros de casa, si es que hogar tengo, pero a muy poquitos del mar. Suelen ser consideradas como coyunturas aquellas ocasiones que, por no habituales, se aprovechan para realizar lo inexplicable y ésta fue una de ellas. Minutos después de que Enric Montefusco, cantante de Standstill, me preguntara en plena calle por un cajero de La Caixa, decidí continuar con mi noche de locura apostando por ver a La Bien Querida en concierto.

Y acerté.

Se empeña Ana Fernández-Villaverde en ensuciar el sonido de aquellas canciones que hace años brotaron cual acústico romancero. Me empeño yo en adquirir botes y botes de Don Limpio para seguir disfrutando a raudales de su cada vez más poderosísimo directo. Es Ana, la Bien Querida de aquí en adelante y también de aquí para atrás, una de las mayores causantes de mi apertura musical, de que me haya convertido en una auténtica esponja, de que no me den igual ni ocho ni especialmente ochenta, de que mi dial se haya transformando en un mosaico de pinturas a cual más rara; de que, en fin, me rebele ante el riesgo de perderme el talento existente en gran parte de esa música nacional que huye de las patéticas radio fórmulas de turno.

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Es un concierto de La Bien Querida, al menos lo fue en grado sumo el del Let’s Festival al que asistí la otra noche, una perturbadora comunión de amor y sintetizadores. Nadie, ni de aquí ni de allí, emplea tanto en sus canciones las palabras “Te quiero” como esta lacónica bilbaína. Me río yo de almíbar y de pasteles, de telenovelas venezolanas, de bisbales y bustamantes. Me encantó sorprenderme cantando a voz en grito esa preciosidad llamada “Muero de amor” mientras veía a un fornido alemán aporrear una batería electrónica de esas de las de antes.

Y no era solo yo, que allí estábamos unos cuantos cientos de tipos haciendo eses de amor con las caderas, reconociendo poderes extraños, sabiendo que el 9.6 indica nuestra frecuencia favorita y, sobre todo, creyéndonos a pies juntillas eso que de que si la pena matara, ya nos hubiéramos muerto todos nosotros.

Seguiré, y a bastante honra, teniendo que explicar qué conciertos voy a ver. Continuaré inventando circunloquios para no explicar que La Bien Querida es una tipa vasca que canta al amor abducida por melodías cibernéticas y oscurísimos sintetizadores. Aunque sea un esfuerzo, y a veces ni eso.
Fecha: 28 de marzo de 2015.
Lugar: Salamandra 2 (Hospitalet de Llobregat).

Nanas y acurruques. José González en concierto

No está hecha la miel para la boca del asno. No me gusta en demasía la miel, mas no soy un asno. Tenía ligeras sospechas de esto último, pero lo comprobé del todo en el maravilloso recital que José González ofreció el pasado sábado en la sala Capitol de Santiago de Compostela.
Comencemos por las verdades absolutas.
Primera: Jamás en mi vida, y he visto una cantidad bastante respetable de conciertos, escuché un sonido tan rematadamente perfecto como el logrado en el espacio gallego. Ya prometía el fantástico cubículo nada más entrar, pero las expectativas quedaron en poquísima cosa. Envidia, viniendo de donde vengo, fue la palabra exacta para definir la sensación experimentada al ver a, yo qué sé, ¿700 personas? disfrutando con todas las letras, de la “d” a la “o”, de un sonido imposible de mejorar.
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Segunda: Ni José González es, por más que pudiera parecerlo, el nombre del presidente de su comunidad de vecinos ni el del mediocentro defensivo del Villarobledo Fútbol Club. ¿Que podría darse la casualidad y ser así? Pues sí. Pero en cualquiera de esos dos casos no me habría yo hecho más de 400 kilómetros para emocionarme con él.
Tercera: No es la de José González, esplendente cantante sueco con raíces argentinas, una música para todos los públicos. Ni de lejos.
Cuarta: Quizá no sean las horas centrales de la noche las mejores para presenciar un concierto del autor de la mejor versión posible del clásico de The Knife, “Heartbeats”. Comenzando pasadas las diez y cuarto de la noche, el sueño te puede llegar a vencer, pero, eso sí, en forma de mágica nana, de fantástico acurruque, de hipnótico bamboleo. Y lo que es mejor, sin oponer ninguna resistencia por tu parte.
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Quinta: Las cuatro anteriores y todo lo que ahora viene.
Es José González un virtuoso espectacular, un músico tremendo que logra un ambiente casi místico en sus conciertos. Lo comprobamos todos los hipsters, indies y gente normal que nos acercamos a adorarle hasta el centro de mi particular tierra prometida. Rodeado de talento por los cuatro costados (bongos, batería, guitarra y teclados), recetó hora y media de música arriesgada, en la que hubo lugar y tiempo para desde asombrar con fantásticas armonías vocales hasta hacerlo con retazos de la mejor música ambiental.
A mediados del por tantas cosas inolvidable concierto, González, solo en el escenario con su acústica guitarra, levitó durante diez minutos. Cuando me dejaba la pertinaz emoción, únicamente tenía ojos para buscar las, al menos, tres guitarras que a mí me parecía escuchar. Y solo había una.
Fecha: 21 de febrero de 2015.
Lugar: Sala Capitol (Santiago de Compostela).
 

Mucho más que una simple barba. El Meister en concierto

Antes de nada, reconoceré mis pecados. Primero, el mortal. Escucho, desde hace tiempo y con atención, a Arizona Baby y a Corizonas, pero reconozco que sin la emoción que la mayoría, aproximadamente doce de cada diez, encuentra en su música y sus canciones. Segundo, el venial. Hasta hace unas horas, lo único que envidiaba de Javier Vielba era su profética y descomunal barba. Ahora, además de aquella infranqueable mata de pelo, también me gustaría poseer, aunque solo por un rato fuera, su eterna sonrisa, su valentía para subirse solo a un escenario y su talento para hacer buenas canciones.


Pocas sensaciones mejores que aquella que habla de llegar a un concierto a dejarse sorprender. Había escuchado de pasada el disco del nuevo proyecto de Vielba, El Meister, pero, claramente lo reconozco ahora, sin la atención que se merece. Ayudado de programación electrónica, percusión, guitarra y toneladas de perenne buen rollo, el vallisoletano facturó un concierto que, en cada uno de sus extremos, agradó a los poquitos que nos acercamos al Potemkim a verle cantar.


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Hubo tiempo para todo. Para repasar esas profundas letras de “Bestiario”, su primera obra en solitario, dejar fantásticos y bohemios adelantos de próximas producciones, cantar romances castellanos y protagonizar versiones varias, desde ese fantástico “Sueño con serpientes”, de Silvio Rodríguez hasta “Autosuficiencia”, de Parálisis Permanente. Si es cierto eso de que los extremos se tocan, que claro que lo es, Vielba se situó en ese punto medio en el que dicen que está la virtud, ese en el que las churras parecen merinas y viceversa, ese mágico lugar en el que uno reconoce el buen hacer sin límite y en el que, otra vez, aparece el milagro de la música en directo.


Fecha: 28 de noviembre de 2014.
Lugar: Potemkim (Salamanca).
Músico: Javier Vielba (guitarra, percusión, programación y voz).

Los cinco. Jero Romero en concierto

Sobre el escenario, cinco hombres en permanente estado de gracia. Tocados por la varita mágica del talento desmedido. Decir que Nacho García hace lo correcto a la batería sería sobrevalorar lo correcto hasta convertirlo en algo inalcanzable. Alfonso Ferrer es aún muchísimo mejor bajista que expresivo y contorsionista intérprete. Amable Rodríguez actúa siempre de perfil y eso solo queda para los elegidos. Charlie Bautista es lo mejor que le ha podido pasar a la música española. Y Jero Romero… Romero es la repera en verso, en esos versos que convierten sus canciones en fantásticas poesías.

Lo preveía, pero no viví un concierto normal en la mítica Joy Eslava la otra noche. Ni por ese comienzo, en el que el cantante toledano dedicó su actuación a los que hicimos algunos cientos de kilómetros para verlo, -¡gracias!-, y a los menores de edad que no habían podido asistir “quedándose en casa viendo en la tele cosas para las que sí están preparados”; ni por ese final, emocionante y emotivo a rabiar con cinco tipos estrujándose en círculo en el escenario, dándose las gracias por existir y por hacer lo que acababan de hacer.

Y en el medio, conciertazo con mayúsculas. En alguna entrevista reciente leí a un Jero Romero fino y certero hablar de que su segundo disco en solitario, el ya imprescindible “La grieta”, era obra de cinco tipos y no solo suya. Y nada quedó más claro en la inolvidable velada sabatina. Solo hizo falta disfrutar de los innumerables e inmensos momentos instrumentales que se gastaron en prácticamente todas las canciones que compusieron un repertorio tan completo como medido.

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Tuvo el detallazo Romero de presentar las canciones de su segundo disco y, para solaz y regocijo de propios y sobre todo de extraños, también las del primero. Esa segunda obra, “La grieta”, no la hace cualquiera. Se trata de un trabajo coral compuesto de pequeñas joyas llenas de aristas pero, en el fondo, vestido de claridad meridiana. Un riesgo no apto para todos los oídos, pero de sorprendente recompensa para el que lo atrapa. Sonaron todas. Y todas extraordinariamente bien, incluida esa maravilla titulada “Los columpios”, cancionaca de prodigiosa factura también en directo.

Y el entregado público cantó, prácticamente y de principio a fin, la inmensa totalidad de las piezas que compusieron aquel fantástico “Cabeza de león”, aquel principio de todo, aquella mitad del círculo, aquel desinhibido ejercicio de inteligente sencillez.

Confirmaron Romero y su banda que, mal que algunos les siga pesando, no solo existe lo que más suena. Confirmamos todos los presentes que fuimos muy felices al escucharlos y que seguiremos, orgullosos, explicando a quien nos quiera oír quién es ese tipo de Toledo que nos hace sentir sin límite. “¿Que vas a ver a quién?”, sigan, sigan preguntando.

Fecha: 8 de noviembre de 2014.
Lugar: Joy Eslava (Madrid).
Músicos: Jero Romero (guitarra y voz), Charlie Bautista (guitarras, percusiones y voz), Amable Rodríguez (guitarras), Alfonso Ferrer (bajo) y Nacho García (batería).

Ríete tú de la canción protesta. Pedro Pastor en concierto

Delante de mí, dos veinteañeras se gritaban una a la otra: “Amo a la libertad, amo a la gente normal”. De repente, como pasan las cosas que pasan sin esperarlas, me encontré de frente con parte de esa generación que yo creía perdida. Allí, cantando completitas las letras de uno de los descubrimientos más esplendentes de los últimos tiempos. Coreando los temas de aquel fantástico “Aunque cueste contarlo” y también, para encantada parálisis mental del que suscribe, del novísimo “La vida plena”. Pero, ¿cómo es que lo conocéis? Quise preguntar uno a uno a los miembros de aquella entregada hinchada que hacían más del centenar. Mas pensé que el recién llegado era yo y por ello decidí regocijarme en la bendición de las redes sociales, en la maravilla del boca-oreja, en la cibernética vuelta a los clásicos orígenes. Sería grandilocuente si dijera que recuperé la confianza en el ser humano. Ya lo he sido.


Dudo si Pedro Pastor ha cumplido los 20 años, pero sé que los 21, no. Una de sus canciones habla de la generación del 94. Echo cuentas, las mías, y me echo a temblar. Pero a la vez me maravillo al verle disfrutar ante una audiencia entregrada. En mi ciudad, sí, en mi propia ciudad, esa que yo siempre veo dormida, pasiva, resignada. Cautiva y desarmada. La otra noche no la viví así y a Pastor se lo agradeceré mientras pueda. No se me fue la sonrisa en hora y media de concierto. A veces, la tonta; las más, la dichosa por no haberme perdido lo que en otros tiempos resultó tan absurdamente prescindible.


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Ríete tú de la canción protesta. Pedro Pastor es ese mismo que en sus canciones da caña hasta al más pintado. Ese que cuenta las verdades del banquero, el que canta las cincuenta a todo bicho viviente. El que denuncia la indignidad que nos rodea. El que reconoce su complicidad con esa vergonzante situación. El que se niega a dejar de soñar con algo mucho mejor. El autor de un potentísimo discurso que cae, ya bien entrada la madrugada, como el rocío mañanero sobre veinteañeras cabezas dispuestas a pensar escuchándole. Ese que recupera el nombre de Pablo Guerrero, abuelo, por edad, de la mayoría de los presentes. Ese mismo.


En algunos momentos del concierto solo faltó el babero en el escenario. El chaval miraba a sus padres, el mítico Luis Pastor y la canaria Lourdes Guerra, hermana del monumental Pedro, con toneladas de admiración. Ellos, artistas y librepensadores, ignoro si en ese orden o más bien en el contrario, observaban a su criatura con quintales métricos de orgullo. Ganas me dieron de subir a la tarima a limpiar las babas más emotivas que en tiempo han visto mis ojos. La casta, de la buena, y el galgo.

El maravilloso círculo se cerró con la palabra del hermano salmantino, Suso Sudón, brutal rapsoda, con puntos y comas por imperiales banderas de locuaces ejércitos plenos de puro arte.

Debería poder ganarse la vida Pedro Pastor haciendo lo que tan bien hace. Si no fuera así, el fracaso sería tan insoportable como nuestro.

Fecha: 23 de octubre de 2014.
Lugar: Sala Music Factory (Salamanca).
Músicos: Pedro Pastor (Guitarras y voz), Marcos Bayón (Guitarra y coros), César Bayón (percusiones y coros). Invitados: Lourdes Guerra y Luis Pastor (coros), Suso Sudón (voz).

Ebrovisión: Y eso que no probé las delgadillas

La última vez que pasé por Miranda de Ebro olía mal, muy mal. Ahora, huele normal y suena espectacular. Cuestión de sentidos. Finalizó mi particular verano de bautismo festivalero con una cita a la que, cual vulgar McArthur, aseguro volver. Hace cuatro semanitas, en las aguas del esplendente Duero; pocos días atrás, bañado por las del imperial Ebro. Siendo pequeño me enamoré de Burgos. Confirmo que, en la meta volante de mi adolescencia inacabada, el asunto continúa.
Yo de mayor quiero hacer un festival como el Ebrovisión. Fuimos muchos, afortunadamente, mas pocas apreturas pasé. Noté, desde antes del minuto uno, que aquello era muy del pueblo, que la gente de Miranda lo vive como algo muy suyo y que la ocupación foránea no es más que el añadido perfecto para la idílica fiesta. La organización, por lo tanto, perfecta. El hecho de que las únicas quejas vinieran por la escasez de “delgadillas”, pequeñas morcillas típicas que no pude llegar a probar en la comida popular del sábado, prueba el cuasi estado de éxtasis que allí vivimos los privilegiados. Infernal calor aparte, eso sí.
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Y, musicalmente, pues bastante bien, la verdad. Vi casi todo lo que se pudo ver en el Multifuncional de Bayas tanto el viernes como el sábado. Y lo que no vi fue gracias al arte de ese DJ llamado “Panoramis”, que hizo bailar al personal como si no hubiera mañana en la vecina carpa electrónica. Ese detallazo con el que finalizó su sesión sabatina, el imprescindible “A un metro de distancia” de Deluxe, aún resuena en mi memoria y en mis tobillos, y no necesariamente por este orden.
En realidad, a Miranda fui porque me invitó mi amiga pródiga y porque tocaban Vetusta Morla. Pelín saturado acabé hace tres años tras dos directos casi consecutivos, pero la compulsiva escucha de su fantástico tercer disco recuperó mi empeño. Confirmaron en su concierto del sábado, -el primero de la historia del festival para el que se agotaron todas las entradas-, que son los amos del calabozo y los guardianes de la galaxia. Que si dicen que nos tiremos por un puente, allá vamos. Sin embargo, volví a tener la misma sensación que hace años. Esa que me dice que no acaban de gestionar del todo bien el tremendo ruido que son capaces de hacer. Ahora, eso sí, la emoción de sus clásicos y la reivindicación de la lucha indignada de su última entrega, valen por casi todo.
Me gustaron, bastante, Belako y mucho, la arrebatadora energía de los noruegos Kakkmaddafakka. Si los nórdicos eran fríos que vuelva Thor para verlo. Sigo sin poder con El Columpio Asesino, pero será cuestión mía. En directo, Izal tienen su público y definitivamente yo no estoy entre ellos. En cambio, disfruté con León Benavente porque es imposible no hacerlo y porque han facturado el mejor disco de los últimos tiempos, aunque tuve la impresión de que se les está haciendo algo largo el verano y que una sala mediana, donde también les he podido disfrutar, es su ámbito natural de éxito. Aún así esa traca final, con “Ánimo valiente”, “La Palabra” y ese incunable llamado “Ser Brigada”, es completamente imbatible.
Detalles interesantes de algunos otros, como el particularísimo Carlos Sadness al aire libre o Second en la sesión acústica de la coquetérrima Fábrica de Tornillos, donde, por cierto, Julián Maeso se cascó un señor concierto lleno del mejor soul y la mejor música americana al mediodía del sábado.
Y, sin duda, y en mi modestísima opinión de imberbe advenedizo, lo mejor lo dejaron dos grupos del mismo pueblo. En Getxo, concretamente en su Puerto Viejo, se comen las mejores gildas de la historia. Y, es muy probable, que allí se junten dos de los mejores grupos de este tiempo y de estos estilos ausentes en odiosas radiofórmulas y carentes de millonarios derechos de autor. El concierto de Smile fue simplemente fantástico y su última entrega, aquí abajo, entre el público y sin trampa ni electricidad, sencillamente glorioso.
we are standard
Broche de oro, guinda al pastel. Ningún tópico es suficiente para ilustrar el inolvidable final del Ebrovisión 2014 a cargo de We Are Standard. Después de mandarnos a todos a escardar cebollinos, perdoné a Deu Txacartegui al llevar su particular “txufla” a la máxima expresión jamás conocida. No recuerdo haber saltado tanto jamás, fuera de mis modestísimos flirteos baloncestísticos. Desperté, y sigo despertando días después, a las 7:45 con el irrefrenable ritmo del maravilloso “Bring me back home”. Cansado, pero contento. Muy cansado, pero muy contento.

El tipo que hacía cantar al viento. Jorge Drexler en concierto

drexlerEs Jorge Drexler ese tipo amable y educado que deja el sentido del ridículo a un lado en el primer segundo de su fantástico recital. Al son de una programación electrónica de penúltima generación, él y sus tremendos muchachos salen al escenario interpretando un baile muy particular en el que se dejan ver las únicas imperfecciones de toda la noche. Se le notó feliz al grandioso poeta y mejor cantante uruguayo en el plateresco patio del Colegio Fonseca. No ha de ser para menos. Uno, en sueños, se imagina sobre ese escenario y solo lo hace dando gracias a quien sea por poder actuar en similar lugar. Drexler lo agradeció sin parar.
Debe ser complicado superar una obra maestra. Incluso difícil convivir con ello. Drexler hizo el disco redondo con el que, supongo, sueña todo creador cuando facturó el perfecto “Eco” hace justo ahora diez años. Reconozco que, colmado mi nivel de placer, me desenganché de su producción posterior. Después de disfrutar con él la otra noche en Fonseca, solo me queda reconocer mi error y encomendarme a aquello tan postmoderno de que no hay Spotify que cien años dure.
Sonaron varias de las canciones del disco que ahora presenta el cantante uruguayo, “Bailar en la cueva”. Y sonaron espectacularmente bien. Apoyado por unos músicos con ritmo por sangre en las venas y con un monumental Martín Leiton dominando toda la ventosa noche con su bajo eléctrico, Drexler cantó y contó. Y escuchándole deseé conocer el Cabo Polonio, vivir el carnaval de Cádiz, viajar a ese punto ciego de la pena que es la venezolana isla de Rasquí y hasta entrar en Bolivia algún día. Y lloré, también ayer, con la letra de la “Milonga del moro judío“, probablemente el mayor alegato jamás escrito en contra de la guerra, de cualquier guerra, pero sobre todo de esa que ahora mismo provoca toneladas de pena y quintales de indignación.
Es Jorge Drexler ese tipo que puede hacer cantar al frío viento reinante en la noche mágica, ese que acepta peticiones del oyente, ese que, bordeando la cincuentena de extraordinaria manera, otorga el verdadero valor al piropo sincero y sentido. El mismo que disfruta haciendo disfrutar. Ese capaz de superar las obras maestras.
Fecha: 29 de julio de 2014.
Lugar: Patio del Colegio Arzobispo Fonseca, Salamanca.
Músicos: Jorge Drexler (Guitarras y voz), Martín Leiton (Bajo eléctrico), Borja Barrueta (Batería y percusiones), Sebastián Merlín (Percusiones y guitarra) y Carles “Campi” Campón (Programación y percusiones).