Entre un bache y otro de la impresentable autovía de Castilla pensaba yo por qué Palencia tenía que autojustificarse continuamente cada vez que su antiquísima denominación se pronunciaba. O se exageraba la oclusiva P inicial hasta el desgarro labial o se utilizaba el nunca bien ponderado latiguillo “Palencia con P” para diferenciarse de aquella otra que jamás se conoce como “Valencia con V”. En su 15º aniversario me estrené en el Palencia Sonora y la experiencia no pudo ser más agradable, pese a las adversas condiciones impuestas por el eterno invierno imperante.
Se trata, lo diré rápido y sin exageración ninguna, de un ejemplo de festival; pleno de sonrisas, de disposición, de extraordinario ambiente, de perfecta conexión con la ciudad, de idílicos lugares, ora vergel verde en el Sotillo, ora centenarias piedras en sus plazas, para disfrutar de la música, de sonido impoluto, de horarios soviéticos y británica puntualidad, de buena y permanente comunicación con los asistentes.
Supone, en fin, la más insana de las envidias para los llegados de otras ciudades cuyo nombre nunca hay que aclarar; tampoco su incapacidad para explotar la música en particular y la cultura en general como es debido. Y, todo ello, insisto, con pertinaz cielo gris amenazante y con chuzos de punta en las peores de las ocasiones.
Un festival que comienza con Morgan y concluye, tres días después, con Club del Río sólo puede ser una fiesta y un monumento al desmedido talento musical. Dos de mis tres grupos emergentes de cabecera, (el tercero, Rufus T. Firefly, sobrevivió al tormentón del sábado) formaban parte de un completísimo cartel que cumplió, con creces, todas mis expectativas.
Éramos todavía pocos los que soportamos las primeras gotas de lluvia del festival cuando la mejor voz femenina del momento en el país, Carolina de Juan, se sentó al piano para comandar a unos Morgan cada vez más engrasados y consolidados en la lista de las bandas más destacadas del país.
Como es costumbre, las preescolares rimas de unos Lori Meyers aburridos de aguantarse, me dejaron como quien oye y, sobre todo, ve llover, aunque fuera debajo de un milagroso castaño convertido para la ocasión en el más frondoso de los paraguas posibles. Los Lori Meyers gustan; también la M.O.D.A. A mí, menos, pero debe de ser problema mío.
Me gustó casi toda la música que escuché de Siloé, salvo ese par de canciones que se apuntan al triunfante y cansino estilo de los prescindibles Izal, y del desparrame de Los Volcanes aún se habla en la palenciana plaza de Pío XII.
Disfruté, sí así se puede explicar la sensación que causan, de la inclasificable música de los murcianos Perro (“Hola, somos de Murcia, Murcia es África”, se presentan); no acabé de aclararme con Nudozurdo y me encantó, como siempre últimamente, el imperial Ángel Stanich.
Las cinco chicas de The Grooves hacen muy buena música y a la hora que Joe Crepúsculo comenzó a pulsar las teclas de su organillo del Bazar Canarias, a mí me entró el hambre.
Pocas veces en mi vida he visto yo llover tanto como el sábado por la tarde en Palencia. Y jamás he soportado tanta precipitación encima como cuando decidimos convertirnos en valientes y afortunados espectadores de los Rufus T. Firefly. Tuvo algo de chamánico aquello.
Los chicos de Aranjuez recetando toneladas de psicodelia al son de un trueno sideral y de infinitos litros por metro cuadrado. Un rato claramente inolvidable, sí señor. De esos que no se pagan con dinero. Son tan normales y agradecidos los autores de esa preciosidad llamada “Magnolia“, les gusta tanto la música, que, después de su inolvidable concierto, bajaron al barro para seguir a Xoel López. También por allí se pudo ver a algunos de los cluberos del río.
Imágenes emocionantes, por inusuales en tiempos de posturas forzadas y de obligados perfiles, las de unos músicos escuchando a otros, abiertos y tímidos ante el sincero halago, siempre con ganas de disfrutar de lo que tanto les gusta y tantísimo nos emociona.
Escuchando a Xoel, qué queréis que os diga, lloré. Es lo que tiene sentir. Lo que tiene no parar de hacerlo. Me sucedió también el domingo al escuchar y cantar “Remedios” de Club del Río. Por cierto, el gigante coruñés está en plena forma. La bandaza que le acompaña sigue de cerca a una voz que jamás ha sonado tan bien como ahora. En este caso, sí seguí a la entregada muchedumbre y en nada me arrepiento, sino más bien todo lo contrario.
Nunca había visto en directo a Dorian y se estrenaron conmigo con magnífico éxito. Sus clásicos suenan fantásticos también en vivo y algunas de sus nuevas canciones se convertirán en imprescindibles en solo un par de giras.
El domingo amaneció, oh sorpresa, lloviendo como si no hubiera mañana. Desafortunadamente nos perdimos a Carmen Boza porque por un incomprensible momento dejamos de creer en los irreductibles palentinos y en su incontestable amor por la música.
Y después, se produjo el milagro y hasta salió el sol para celebrar que Club del Río estaban allí para ser lo que son: un extraordinario grupo vocal envuelto en la mejor de las instrumentaciones posibles. Y volvimos a pensar en cantantes de pacotilla, en ramplones intérpretes con vidas aseguradas y en inventos televisivos impedidos de talento alguno. Pero en el escenario, seis tipos madrileños a los que casi nadie conoce se empeñaron en seguir haciéndonos felices. Y lo fuimos, vaya que si lo fuimos.