Y al séptimo, desperté. Vetusta Morla en concierto

Me prometí un buen día que nunca más volvería a escribir sobre un concierto hasta que no viera uno muy bueno de Vetusta Morla. En realidad, nunca fui consciente de haberlo hecho así, pero como licencia poética no queda mal. Ellos son, sin duda, uno de mis grupos favoritos. Sus cuatro discos, incluido el bellísimo último, me parecen casi perfectos; indispensables para saber qué está pasando exactamente en la potentísima música independiente española de la última década. Pero nunca, y han sido siete u ocho conciertos hasta la fecha, los vi plenos. Y eso, exactamente eso, sólo eso, tanto y tan calvo, sucedió el pasado sábado, en el mejor escenario posible, el monumental Coliseu dos Recreios de Lisboa.

No fue cuestión baladí el lugar elegido. En realidad lo hice por cuestiones futboleras; huir de la esperada borrachera madridista era el objetivo y, curiosamente en la patria del hipervitaminado cerresiete, lo cumplí con creces. Allí, en un escenario imposible de mejorar, los seis componentes de Vetusta Morla hicieron lo que mejor saben hacer, tocar, pero ninguno de los 2.000 que allí estuvimos (mayoría absoluta de españoles expatriados y viajeros) tuvo ningún otro estímulo al que prestar atención.

Había leído que sus nuevos conciertos eran, y seguirán siendo ahora que retoman la gira española, espectáculos grandiosos llenos de imágenes, pantallas, selfies y ruido por doquier. El pasado sábado, la austeridad lisboeta dejó reducido al grupo de Tres Cantos en un grupazo fantástico. Mi privilegiada posición a escasos diez metros del escenario hizo el resto. La impagable sensación de ver lo que tocaban, de escuchar justo el acorde que acababa de atacar Juanma Latorre en su guitarra, hizo del concierto lisboeta un desparrame de diversión y plenitud musical.

Hace tres años, en el Sonorama arandino, me quedé con la sensación de que los vetustos se estaban empezando a aburrir de tocar todas las noches lo mismo. Me pareció completamente lógico porque a mí me sucedería algo parecido. Con la perspectiva del tiempo, creo que estaba en lo cierto. Ahora, con fantástico y novísimo material, la realidad es bien distinta. Y es que los 38 minutos de Mismo sitio, distinto lugar sonaron pletóricos en Lisboa.

Escuché mi predilecta, esa maravilla titulada Punto sin retorno, con ganas de hincarme de hinojos, genuflexo ante la búsqueda del mágico fuel necesario para regresar. Y eso que no sabía muy bien a dónde porque de allí no me quería ir.

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Vi al sin par Pucho, cantante dado al histrionismo cargante y exagerado, en plenísima forma. Nunca, y repito que mi experiencia frente a ellos es ya larga, lo vi cantando tan bien. Y, con sonrisa amplia, me alegré sin mesura. Su capacidad para interpretar sin parar de mover su ligero cuerpo en ningún momento es sólo proporcional al dominio que posee de la respiración. En este sentido, la brutal versión de Al respirar, propia de alguien que parece practicar, conocer y disfrutar del milenario arte del yoga, fue de todo punto emocionante.

Fueron más de dos horas de completísimo concierto. Sonaron los clásicos, esos Copenhague, Valiente, Sálvese quien pueda, La deriva o Golpe maestro que un día cimentaron la estupenda leyenda de seis chavales de Tres Cantos que recogen ahora la cosecha de años de durísimo trabajo e innegable talento. Se permiten, incluso, prescindir ya de himnos que les hicieron tan grandes en el pasado y el hecho de que no los echáramos demasiado de menos constituye, ya de por sí, un logro gigantesco. Y me los imaginé, allí en los orígenes de esta gira triunfal, buscando una forma mejor de concluir sus exhibiciones que con Los días raros, pero ni la encontraron ni la encontrarán jamás porque esos seis minutos y medio son una inconmesurable pieza de emoción desbordada.

Eso fue, emoción desbordada, lo que creí ver en varios de los componentes de Vetusta Morla cuando abandonaban el teatro lisboeta al son de la larga ovación de la más que satisfecha muchedumbre. Y eso, sin duda, es lo más grande de la música en directo. El milagro se había vuelto a producir y había que, tras pellizcarse y rascarse los ojos, disfrutar de lo vivido. Y contarlo.

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