Tiene Lisandro Aristimuño nombre de artista y primer apellido de árbitro de fútbol. Faltaría comprobar el segundo para imaginarle dirigiendo un partido en la Bombonera. Es, claro, argentino, como más de la mitad de los incondicionales que asistieron en el Cafe Berlín a su concierto en la lluviosa noche de este pasado martes. Fue el tercero de los recitales que Aristimuño ha protagonizado en la última semana en Madrid. Uno cada dos días. Siempre en día impar. Magia cabalística como truco para derrochar talento y belleza.
El del martes fue el mejor de esos tres conciertos. Básicamente porque es el único que vi. Lo podría llegar a asegurar porque difícilmente me puedo imaginar una cosa mejor. Acompañado al bajo por el habitual de la escena madrileña Jacob Reguilón y a la batería por el también argentino Martín Bruhn, Lisandro Aristimuño (Viedma, Río Negro, Argentina, 1978) protagonizó una exhibición llena de mayúsculas.
Me lo presentó, músicalmente hablando, hace años Xoel López y demostró que es un auténtico virguero de la guitarra y de la voz. Capaz de, dominando de largo las tres cuerdas más altas del instrumento, proponer ritmo de pop, de rock, de música electrónica, de folk y hasta de cumbia. Con una sola guitarra.
Fue tan fantástico el concierto del artista patagónico que, pese a solo conocer de su ya extensa discografía la extraordinaria “Canción de amor”, disfruté como un crío de la totalidad de un concierto más brillante aún que cálido y emotivo. Aquel himno romántico llegó en penúltimo lugar, con Aristimuño ya en solitario, pero durante la hora y media anterior hubo lugar, espacio y tiempo para algunas de sus piezas más recordadas, coreadas en su mayoría por enfervorecidos compatriotas que eligieron la mejor música como perfecta manera de olvidar corralitos lejanos.
Aseguró el autor de “Azúcar del Estero” ser digno de ganar un Grammy al disco más triste de la historia; cantó una canción, “Blue”, en la que reflejaba su propio parto, y prosiguió con “Tres estaciones”, dedicada a su hija. “Quien tenga hijos, que llore escuchándola, como hago yo”, indicó el artista. Por motivos obvios, no lo hice, aunque reconozco que con ganas me quedé. Por cierto, la niña se llama Azul.
Sonaron también, casi todas preciosas, “Me hice cargo de tu luz”, “Una flor”, “Lobofobia”, “How long” o “El plástico de tu perfume”. Salí del concierto encantado, una vez más, de comprobar el milagro de la música en directo, la sorpresa ante lo casi desconocido, el placer frente al arte de cerca. Tanto que, en cierta manera, me arrepentí de haber comprado la entrada por Oferplan con el descuento correspondiente. Algo me ahorré. Aristimuño nada. Allí lo dejó todo.