La última vez que pasé por Miranda de Ebro olía mal, muy mal. Ahora, huele normal y suena espectacular. Cuestión de sentidos. Finalizó mi particular verano de bautismo festivalero con una cita a la que, cual vulgar McArthur, aseguro volver. Hace cuatro semanitas, en las aguas del esplendente Duero; pocos días atrás, bañado por las del imperial Ebro. Siendo pequeño me enamoré de Burgos. Confirmo que, en la meta volante de mi adolescencia inacabada, el asunto continúa.
Yo de mayor quiero hacer un festival como el Ebrovisión. Fuimos muchos, afortunadamente, mas pocas apreturas pasé. Noté, desde antes del minuto uno, que aquello era muy del pueblo, que la gente de Miranda lo vive como algo muy suyo y que la ocupación foránea no es más que el añadido perfecto para la idílica fiesta. La organización, por lo tanto, perfecta. El hecho de que las únicas quejas vinieran por la escasez de “delgadillas”, pequeñas morcillas típicas que no pude llegar a probar en la comida popular del sábado, prueba el cuasi estado de éxtasis que allí vivimos los privilegiados. Infernal calor aparte, eso sí.
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Y, musicalmente, pues bastante bien, la verdad. Vi casi todo lo que se pudo ver en el Multifuncional de Bayas tanto el viernes como el sábado. Y lo que no vi fue gracias al arte de ese DJ llamado “Panoramis”, que hizo bailar al personal como si no hubiera mañana en la vecina carpa electrónica. Ese detallazo con el que finalizó su sesión sabatina, el imprescindible “A un metro de distancia” de Deluxe, aún resuena en mi memoria y en mis tobillos, y no necesariamente por este orden.
En realidad, a Miranda fui porque me invitó mi amiga pródiga y porque tocaban Vetusta Morla. Pelín saturado acabé hace tres años tras dos directos casi consecutivos, pero la compulsiva escucha de su fantástico tercer disco recuperó mi empeño. Confirmaron en su concierto del sábado, -el primero de la historia del festival para el que se agotaron todas las entradas-, que son los amos del calabozo y los guardianes de la galaxia. Que si dicen que nos tiremos por un puente, allá vamos. Sin embargo, volví a tener la misma sensación que hace años. Esa que me dice que no acaban de gestionar del todo bien el tremendo ruido que son capaces de hacer. Ahora, eso sí, la emoción de sus clásicos y la reivindicación de la lucha indignada de su última entrega, valen por casi todo.
Me gustaron, bastante, Belako y mucho, la arrebatadora energía de los noruegos Kakkmaddafakka. Si los nórdicos eran fríos que vuelva Thor para verlo. Sigo sin poder con El Columpio Asesino, pero será cuestión mía. En directo, Izal tienen su público y definitivamente yo no estoy entre ellos. En cambio, disfruté con León Benavente porque es imposible no hacerlo y porque han facturado el mejor disco de los últimos tiempos, aunque tuve la impresión de que se les está haciendo algo largo el verano y que una sala mediana, donde también les he podido disfrutar, es su ámbito natural de éxito. Aún así esa traca final, con “Ánimo valiente”, “La Palabra” y ese incunable llamado “Ser Brigada”, es completamente imbatible.
Detalles interesantes de algunos otros, como el particularísimo Carlos Sadness al aire libre o Second en la sesión acústica de la coquetérrima Fábrica de Tornillos, donde, por cierto, Julián Maeso se cascó un señor concierto lleno del mejor soul y la mejor música americana al mediodía del sábado.
Y, sin duda, y en mi modestísima opinión de imberbe advenedizo, lo mejor lo dejaron dos grupos del mismo pueblo. En Getxo, concretamente en su Puerto Viejo, se comen las mejores gildas de la historia. Y, es muy probable, que allí se junten dos de los mejores grupos de este tiempo y de estos estilos ausentes en odiosas radiofórmulas y carentes de millonarios derechos de autor. El concierto de Smile fue simplemente fantástico y su última entrega, aquí abajo, entre el público y sin trampa ni electricidad, sencillamente glorioso.
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Broche de oro, guinda al pastel. Ningún tópico es suficiente para ilustrar el inolvidable final del Ebrovisión 2014 a cargo de We Are Standard. Después de mandarnos a todos a escardar cebollinos, perdoné a Deu Txacartegui al llevar su particular “txufla” a la máxima expresión jamás conocida. No recuerdo haber saltado tanto jamás, fuera de mis modestísimos flirteos baloncestísticos. Desperté, y sigo despertando días después, a las 7:45 con el irrefrenable ritmo del maravilloso “Bring me back home”. Cansado, pero contento. Muy cansado, pero muy contento.